La buena educación está sobrevalorada. O por lo menos confundida. Ya sabes. Llevas toda la vida escuchando que hay que ser educado. Que hay que tener modales. Y ahora que por fin eres grande e incluso madre/padre y tienes en tus manos la responsabilidad de criar uno o varios chiquillos te planteas si realmente algunos modales son necesarios e incluso si hacen o no daño físico o mental, que por si no lo sabías es lo mismo.
¿No te has parado nunca a pensar por qué a veces estar bien con los demás pasa por estar mal contigo mismo?
La eterna culpa. El eterno pensar en complacer hacia afuera. Ya sin entrar en el famoso «que dirán» que tanto mal nos hace y del que cualquier adulto que se precie en algún momento de su vida ha querido librarse, aunque sea en breves momentos de lucidez.
A continuación algunos ejemplos de acciones que hacemos por los demás:
Dar besos a desconocidos.
Dar dos besos a desconocidos que me presentan por la calle y que sé certeramente que no volveré a ver más ha sido siempre una cosa que me ha molestado enormemente. Me invade la burbuja proxémica, es decir, el espacio vital que cada uno de nosotros necesita para sentirse cómodo y eso que soy del sur. No, porque como sabrás, el espacio vital aumenta conforme se va al norte, o eso dicen los expertos. Por eso no obligo nunca a mi hija a dar besos ni a desconocidos ni a conocidos. Por eso y porque quiero que ella tenga el control de su cuerpo.
Porque el control de nuestros propios cuerpos es algo muy importante que nadie más debería de tener aparte de nosotros mismos.
Ir al baño. Comer entre horas.
A veces no vamos al baño inmediatamente y aguantamos un buen rato porque nos han enseñado a pedir permiso para hacerlo y una parte de nosotros se avergüenza de ir al baño sin más, es decir sin pedir permiso, hasta que cae en la cuenta de que es adulto y que puede ir sin necesidad de que alguien de fuera se lo permita, pequeños momentos de empoderamiento que los llamo yo. En el colegio, ¿Te acuerdas? Cuando tenías que levantar la mano y la maestra te decía «¿Otra vez?» Lo mejor era aguantar hasta la hora del recreo, como para beber agua o para picar algo.
Picar algo entre horas, algo que también ha estado siempre muy mal visto, pero no en todas partes. El otro día hablaba con dos amigas de las clases en la Universidad en Alemania, cuando estuve de Erasmus. De como los alumnos al llegar y sentarse sacan sus tentempies y sus botellas de agua de a litros e incluso a menudo con gas y las ponen encima de la mesa sin mayor reparo. Pero ¿Cómo? ¿Estos estudiantes no comen y beben a escondidas como los españoles? Pensaba yo.
Pedir disculpas por todo.
O decir por favor sin parar. O dar las gracias excesivamente. Esa soy yo. Aunque tengo amigas peores. Pero ahora que me analizo me doy cuenta de que digo mucho por favor, gracias, perdón.
Y veo que mi hija las pronuncia también mucho. En este caso compruebo aquella frase que dice que se enseña más con ejemplo que con opiniones. Absolutamente de acuerdo.
Realmente no soy una madre de las que están frecuentemente apuntando para que su retoño diga siempre «por favor, perdón, gracias». Precisamente porque no quiero que se tenga que ganar el espacio vital que ocupa. Porque sí, me parece sumiso pronunciar estas palabras excesivamente.
No te quiero decir que no le enseñes modales a tus hijos, en definitiva a vivir en sociedad pero sí de analizar si realmente vale la pena bombardearlos de reglas y normas. Y tirando del hilo quizás te des cuenta de cuantas cosas hacemos por obligación o por imposición de la sociedad, de las modas o, peor aún, de la publicidad. A fin de cuentas la sociedad está constituida por individuos y la suma de las acciones de estos individuos pueden cambiarla.
Foto |